Enfermo

Cada vez que me encuentro sentado en un aeropuerto, me resulta imposible no imaginarme con una tarjeta de embarque para algún lejano lugar. Hoy vuelo de Madrid a Palma de Mallorca pero a la vez lo hago de Ciudad del Cabo al D.F. o de Katmandú a Beirut. Puede que sea una simple forma de pasar el rato que resta hasta el despegue o que confirme un diagnóstico. Soy portador de ese virus que mucha gente contrae al final de la adolescencia y que si no mantienes a raya, encerrándote en tu en tu ciudad, pueblo o aldea, puede terminar por devorar tu vida, llenándola de recuerdos que necesitan de nuevas experiencias que ser recordadas para no acabar con tu sistema inmune. Yo no tuve la fuerza de voluntad necesaria para permanecer quieto junto al lugar en el que me crié. Cometí el error de dejarme llevar y ahora, como al igual que con otros malos hábitos que también se incorporaron a mi vida por las mismas fechas, a menudo llega hasta mí la misma disyuntiva. Puedo ponerme en tratamiento. Sí, claro que puedo es muy sencillo. El médico me dijo que con una pequeña hipoteca, un crédito al consumo o simplemente una vida llena de compras innecesarias sumado a un trabajo precario, bastaría para frenar la enfermedad. No sería difícil y haría desaparecer todas las dolencias de esta afección. Me lo he planteado en no pocas ocasiones, sin embargo hay algo que me frena. Ser un enfermo tiene sus ventajas. No voy a negar que hay inconvenientes, no pero en muchos aspectos merece la pena, sobre todo porque cuando observo la mirada de muchas de las personas más sanas, veo algo muy diferente a lo que desde pequeño entendí como salud.

Puede que esta medicina a la que estamos acostumbrados no sea del todo correcta. Puede que haya que buscar en otros lugares para curar la dolencia, remedios alternativos, ancestrales qué sé yo. Puede incluso que en algún momento dejemos de llamar enfermos a los enfermos y sanos a los sanos. Mientras tanto, seguiré llorando cada mañana al ver el brillo de mis ojos.

Maldita enfermedad.

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